A Dios rogando

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Ayer me crucé a plena luz del día con el hombre que grita Aleluya agitando una Biblia y me di cuenta de cómo ha envejecido en los últimos años. Lleva la corbata floja y la mirada perdida. Se vuelve anónimo cuando no predica y gesticula. En Broadway ahora hay un individuo probablemente mexicano que lleva un arnés sobre el cual se sostienen los dos palos de una pancarta que se mueve muy alta sobre su cabeza al ritmo de sus pasos: Jesus My Savior/Cristo Salvador. Ofrece hojitas impresas que no recoge nadie y repite que tiene una gran noticia para todo el mundo: Cristo viene.

En un banco de Strauss Park, cerca de donde toman el sol los indigentes y los alucinados, suelen sentarse unas señoras negras vestidas con sombría formalidad -abrigos, sombreros- que ofrecen al que pasa folletos informativos de los Testigos de Jehová. Allí pueden pasarse una mañana o una tarde, con sus folletos y sus biblias, tan ajenas al aburrimiento como al desánimo.

En el vagón del metro encuentro un asiento vacío junto a una señora mayor que dormita, la barbilla sobre el pecho. Hay mucha gente y los trenes corren y se cruzan con un gran fragor metálico. De vez en cuando se oye por unos altavoces lamentables la voz de un conductor que da indicaciones sobre irregularidades en el servicio. Se oye tan mal y lo dice tan rápido que esa es una de las grandes pruebas del aprendizaje de la lengua inglesa en la ciudad: como no te enteres de que el tren en el que vas no va a parar en las diez próximas estaciones puedes acabar en las lejanías de Queens o del Bronx. En el ruido del vagón destaca una voz que declama en español del Caribe. “Helmano, escucha la palabra. No te escondas del Señol, helmano. Helmano, si un hombre comete adulterio o folnicación está poseído por el Demonio. Es un hombre de unos treinta y tantos años, con aspecto de trabajador, con una gorra y una mochila a la espalda, con una Biblia abierta en las manos, los ojos idos. Avanza entre la gente leyendo versíbulos del profeta Isaías y como no se sujeta a las barras choca con otros viajeros. Helmano, ¿Qué tú piensas que el Señol va a hacel contigo si no te arrepientes? La señora que dormita a mi lado se yergue de pronto como si reviviera y dice con entusiasmo: Amén. Es la única que presta atención al predicador, a parte de mí. Yo mantengo, eso sí, la precaución neoyorquina de eludir la mirada. El tren acelera y da tumbos en un túnel y la voz del predicador se pierde en el estrépito, aunque él no se calla. En la siguiente estación se baja la mujer que iba a mi lado, diciendo como para sí: Cristo viene, Cristo viene.